traje de baño

Dormimos siesta un día de sol. En que hacía calor como en cualquier jornada veraniega. Nos acurrucamos húmedos aún de piscina y cloro, mojándo el cubrecama y luego las sábanas hasta el colchón. Pero no importaba. A mi no me importaba. A él no le importaba.
Siempre estuvimos bien desde que habíamos decidido dejar de sufrir. Desde que yo colapsé a la salida del cine y me desmayé de pena en su camino. Desde que él casi murió cuando lo atropellaron mientras cruzaba la calle en bicicleta. Estuvimos bien a partir de la compañía que nos dímos para evadir, que se yo, soledad, angustia, realidades, verdades, o todas esas cosas que llevan a tomar decisiones precipitadas.
Él estaba para mi, yo para él. Éramos nada, todo, espacio, tiempo. Etéreos le dije una vez. Nube, me dijo después (o antes, ¡qué importa!).
Al despertar, encendió un cigarro. Yo seguía durmiendo de mentira a su lado. Lo que más me gustaba en esos días, era escucharlo fumar. Porque cuando retiraba sus labios del filtro hacia un pequeño ruidito, como una bombita de agua; luego llenaba su boca de humo para exalar por la nariz, y al hacer eso, el tabique le refunfuñaba, roto, tierno, haciendo un ruidito como de dragón. Bomba de agua y dragón, así fumaba él.
Luego hizo un movimiento que intenaba hacerlo todo silenciosamente para que yo pudiera seguir durmiendo (¡si hubiera él sabido ya en esos tiempos, que apenas dejaba de sentirlo respirar en mi espalda mi dormir se hacía incierto!), le falló la puntería de este apuro tácito y dejó así caer, por error, sus cenizas sobre el costado de mi cintura. Mé moví entonces para sacudirme y revelé sin querer mi vigilia. Me giré lentamente, lo busqué, le sonreí, lo miré fijamente y me di cuenta que algo andaba mal. Fue entonces que apoyó su mejilla sobre mi ombligo y me confesó, como con pena, que amaba todo lo que ella tenía guardado para él.
Fue ahí cuando me di cuenta que yo era la niña cenicero.