11.12.10

La era del Delirio

Se despertó en la mitad de la noche presa por una cierta incomodidad del dormir. Tomó un vaso de agua de la cocina y caminó hacia la terraza. La noche estaba tranquila, no había nadie más en la casa. Vestía sencillamente, como para dormir en medio del desierto. La laguna frente a ella reflejaba la noche sin luna, la brisa suavemente se deslizaba sobre el agua. No había nada ahí. Volvió a entrar para sentarse en el sofá del living, a la espera de que el sueño la regresara a su cama, pero el corazón le latía extraño, expectante. Pasaron varios minutos de calma antes de que las cosas fueran para su cerebro demasiado rápidas.

Ella no lo vio caminar hacia la casa, para entonces ya estaba acurrucada en un rincón. Antes había visto una chispa en medio de la laguna, y la confundió con una señal del sueño. Se acercó a la ventana y comprobó que la chispa era más bien una luz pequeñita, que no se apagaba, y que iba creciendo poco a poco perturbando la tranquilidad del agua. No sabía que lo que había visto era una energía buscabando recuerdos en el aire para poder armarse una piel humana, pues en cuanto ella posó sus ojos sobre el fenómeno, quedaron suspendidos sus pensamientos mientras él absorbía su memoria, y había entrado en un trance forzoso, que la protegía del evento del que estaba participando.

Cuando él logro finalmente pisar tierra firme, con huesos nuevos y mortalidad en marcha, ella ya estaba perdida dentro de su cabeza. Había intentado escapar, salir de la casa, correr hacia la ciudad. Pero el lugar se había transformado en un laberinto que la llevaba una y otra vez de vuelta hacia el living. Abría una puerta y ahí estaba la luz entrando por la ventana. Cerraba la puerta y a sus espaldas nuevamente la laguna. Ya no había arriba ni abajo, sólo un núcleo que se repetía y volvía a aparecer cada vez que abría una puerta. Ahora sólo existía para ella el momento en que había dado a luz a este ser.

Antes de perderse en su propia cabeza, había sentido lástima de sí misma, de la circunstancia que le sucedía. El desierto era siempre una buena escapatoria de los amantes que no se desligaban, de las promesas de amor y seguridad. Iba y volvía de la casa en la laguna para poder desconectarse de los otros. Y ahora, en este mismo escondite que la resguardaba de lo real, encontraba esta angustia echa luz, este sinsentido ante sus ojos, este laberinto. Pensó en su propia muerte antes de perderse, y se arrepintió: tal vez un hombre amable no era tan espantosamente desequlibrante como extraviarse en el desierto.

Cuando él entró por el balcón del primer piso, la encontró acurrucada en una esquina. Temblaba de miedo. Se acercó entonces, para mirar a su creadora. Ella no se resistió cuando él la obligo a ponerse de pie. Se miraron a los ojos y se encontraron a si mismos reflejados en el otro: él para poder ser en este mundo, había extraído de ella todo lo necesario. Ahora eran gemelos, eran los mismo. Ambos de abundante cabellera y ojos verdes. Él hombre, ella mujer.

  • Esta es la era del Delirio -dijo él, y le acarició la frente. Entonces ella volvió en sí.

Que espectacular sintió la realidad tras volver del inconsciente. Que hermosas las paredes, que perfectas las ventanas. Que amable este hombre que la miraba con ternura esperando algo.

Por supuesto, ella fue tan humana como le fue posible. Al descubrirlo desnudo y hermoso, su reacción fue única y predescible: lentamente se desprendió de la polera que llevaba, de la escasa ropa interior con la que despertó, luego se acercó a él y lo abrazó. Afuera, sobre la casa, una nube comenzó a tomar forma. Gorgoritos en el aire, movimientos bruscos de las fuerzas se fueron provocando y el viento se alzó sobre el desierto. Ella acarició sus hombros mientras sentía el calor que le estaba provocando, y entonces el primer rayo se hizo sentir sobre el suelo. Dentro de la casa se hizo de día por un segundo, armando un juego de sombras sobre sus caricias. Las nubes tomaron posesión del cielo, y la noche se hizo aún más oscura. Él, descubriéndo su nuevo cuerpo, deslizó las manos sobre su espalda, y al mismo tiempo sintió la tibieza de la caricia sobre la propia, el primer trueno retumbó sobre el desierto, las ventanas temblaron como si fuera la tierra las que las estuviera remeciendo, y así, roce por roce, ellos se fueron conociendo, porque cada caricia que daban, la sentían en carne propia, y la tormenta la celebraba.

Luego vino el momento de la boca. Ella se mojó los labios y él descubrió las bondades de la saliva. Ella se mordió con ternura, y él se acarició el lugar donde sentía sus dientes. El ruido del viento desprendiendo las tejas se hacía cada vez más poderoso mientras ellos se comían mutuamente, primero la boca, luego con ternura los lóbulos de las orejas. Los truenos eran más fuertes que sus gemidos, y los rayos más cercanos unos de otros, mientras ellos caían suavemente sobre la alfombra, besándose y tocándose. Luego descubrieron sus olores, desconocidos pero propios. Él con su lengua decidió saborear el rincón de la entrepierna que se le ofrecía, y ella hizo lo mismo, para poder seguir saboreándose en él.

La necesidad de seguir sintiendo el cuerpo sobre el cuerpo, el olor sobre el olor, los hizo ignorantes de la tormenta que derrumbaba la casa, de los temblores de la tierra, del desprenderse de los árboles del jardín y los muebles chocando con las paredes. Se penetraron el uno al otro sin reparar en la fuerza que los poseía. Las ventanas se trizaron para luego ser desprendidas por el viento. Los rayos cayeron sobre la casa, del techo quedaron sólo las estructuras básicas. En este acto se fueron perdiendo, dejando que el sueño los envolviera, percatándose sólo de los fluidos que dejaban deslizarse entre ellos. Hasta que el éxtasis fue absoluto: un orgasmo causó otro orgasmo, y así sucesivamente los dos se eyacularon y se recibieron infinitas veces, entonces todo se hizo viento, se hizo tierra. Y ellos se derritieron sin abandonar el vaivén, se transformaron en luz, brillaron una última vez, y luego desaparecieron.

1.10.10

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Estarías nervioso, señor, si ella se aventurara a rozarte el cinturón. No porque se muerda instintivamente el labio, ni porque su olor te trastorne. No. Estarías tiritando porque ella nunca dejaría de mirarte a los ojos mientras te desviste.

Te dirá que siempre te estuvo esperando, que le llamabas la atención ahí sentado, sin hablar. Sonreirá levemente antes de darte un beso, y después bailará lento sobre tu regazo. Te pedirá que le desabroches el sostén y te permitirá repartirle besos sobre los hombros. Luego se arrodillará y te tendrá entero en su boca. Desde el primer minuto estarás haciendo un esfuerzo para no eyacularle dentro.

Ella se vendrá, en cambio, tres veces. Primero se tocará para ti, luego te usará tendido sobre el piso. Tú única tarea será aguantar.

A la mañana siguiente, la encontrarás fumándose un porro a medio vestir, con el maquillaje perfectamente diluido sobre los pómulos. Compartirá un par de fumadas contigo, te sonreirá con cariño, te pedirá el número de teléfono y se irá sin tomar desayuno.

A la semana siguiente la verás susurrarle al oído a otra persona, a un tipo joven, y te hervirá el estómago de rabia, de vergüenza. Mientras las imágenes de su cuerpo irrumpen en tu memoria, pensarás que no fuiste suficiente, que debiste haberla llamado tú, que eres demasiado viejo, y que nunca más podrás tener a una mujer así, pues ahora, allá lejos, parece más interesada por la mano de ese otro que se posa sobre su rodilla.

Y antes de irse, antes de irse con él, se acercará a darte un beso en la mejilla y a preguntarte cómo estás. Sonreirás mientras te parte el corazón, y perderás la erección que has escondido toda la noche.

26.5.10

Te miran y te dicen:

- Cariño, necesitas ayuda.

Simplemente lo que sucede es que el corazón se te hizo una burbuja y ya no te cabe en el alma. Y presiona tanto que duele, y como si tuviera bordes se hace áspero y puntiagudo en las costillas.

Estás en estado de coma.

19.1.10

El riesgo

(de tenerme).

Y desear un beso en la mañana, un beso al anochecer. Querer que tu olor y mi olor lleguen a fusionarse tanto que podamos encontrarnos en nuestra propia saliva. Es arriesgado, mi amor; transformarnos en esa serpiente que se come la cola.
Pero es lindo, es rico.
¿Sabes por qué?
Porque tu mentón encaja perfecto sobre mis hombros, cuando nos acurrucamos y nos olvidamos de tener que no querernos.