1.10.10

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Estarías nervioso, señor, si ella se aventurara a rozarte el cinturón. No porque se muerda instintivamente el labio, ni porque su olor te trastorne. No. Estarías tiritando porque ella nunca dejaría de mirarte a los ojos mientras te desviste.

Te dirá que siempre te estuvo esperando, que le llamabas la atención ahí sentado, sin hablar. Sonreirá levemente antes de darte un beso, y después bailará lento sobre tu regazo. Te pedirá que le desabroches el sostén y te permitirá repartirle besos sobre los hombros. Luego se arrodillará y te tendrá entero en su boca. Desde el primer minuto estarás haciendo un esfuerzo para no eyacularle dentro.

Ella se vendrá, en cambio, tres veces. Primero se tocará para ti, luego te usará tendido sobre el piso. Tú única tarea será aguantar.

A la mañana siguiente, la encontrarás fumándose un porro a medio vestir, con el maquillaje perfectamente diluido sobre los pómulos. Compartirá un par de fumadas contigo, te sonreirá con cariño, te pedirá el número de teléfono y se irá sin tomar desayuno.

A la semana siguiente la verás susurrarle al oído a otra persona, a un tipo joven, y te hervirá el estómago de rabia, de vergüenza. Mientras las imágenes de su cuerpo irrumpen en tu memoria, pensarás que no fuiste suficiente, que debiste haberla llamado tú, que eres demasiado viejo, y que nunca más podrás tener a una mujer así, pues ahora, allá lejos, parece más interesada por la mano de ese otro que se posa sobre su rodilla.

Y antes de irse, antes de irse con él, se acercará a darte un beso en la mejilla y a preguntarte cómo estás. Sonreirás mientras te parte el corazón, y perderás la erección que has escondido toda la noche.

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