11.2.08

Ya no me queda originalidad.

Es porque en un punto exacto, extremo de descoordinación, caminábamos descalzos por un pasto medio verdoso, medio asqueroso, de piedras gigantes que formaban un camino hacia donde teníamos que ir, escapando de algunas amenazas infrahumanas o ya saben, pesadillas.
Antorchas en mano y mi corazón desilusionado en torno a la oscuridad escarlata que nos rodeaba.
Y lo desesperante era que la casa era mía, que el lugar, con sus secretos, sus pasadizos, sus monstruos nocturnos, amenazas palpables, sudoraciones cursis y todo lo que se te pueda ocurrir, era finalmente mío; heredado tal vez, compartido probablemente y por lo tanto, dentro de mi cabeza, al mismo tiempo que nos perdíamos por la humedad en el camino, yo sabía exactamente lo que nos habría de suceder y cómo habríamos de escapar, voluntaria o involuntariamente. Por lo que en mi corazón (¿ya hablamos de eso no?) crecía una angustia dulce de enfrentarnos a los miedos que ya conocía.
Y al llegar a la casa, las antorchas que se transforman en linternas, la oscuridad, la presencia de un gato, por ahí, por ahí, y mis secuaces, muertos de miedo tras de mi, implorándome que encuentre lo antes posible el fusible que haga luz en la pesadilla.
Finalmente entramos, el lugar era peor de lo que yo pensaba. No era sucio, no era terrible, no era tétrico de pasadizos secretos ni de cadáveres, ni de putrefactos olores, sino que era nuestro. Pedazos de recuerdos tirados por la alfombra, toallas, ropa, condones, alimentos que consumíamos para sobrevivir ayer, o antes de ayer, o incluso días antes de esos días, cuando la gloria era nuestra manera de bailar.
El resto de la gente, aquellos que no sabían de los verdaderos horrores del lugar, se sintieron inmediatamente a gusto con la falta de peligros al acecho, por lo que se sentaron a jugar cartas en el living de mi desgracia.
Entre mis piernas, mi chico rubio, uno de nosotros, con una camisa morada y el pecho un poco descubierto, disfrutaba de la velada seguro de darme la visita fantasmal que necesitaba para sobrevivir.
Y desde el más allá me dijo: estábamos a punto, tan a punto, pero me tuve que morir.