6.2.07

la presencia desnuda

Entro y no hay nadie. O un eco de ripios.
Espero todavía para poder pasear bajo la lluvia sureña, pero la familia está enviciada y desapareció entre las luces de la esquina.
Estoy aquí, con mi futuro marido que me acompaña fielmente todas las noches de no baile y no alcohol (porque tenemos una relación saludable), hojeando los números y combinaciones que se encuentran en los fríos veraniegos de febrero en el sur.
Insospechadamente suena incómodo el timbre y nos miramos de azules a verdes, pero ninguno sabe.
Quiero pararme yo, pero los segundos indecisos se alargan y decide entrar con la fuerza de la llave, un ser de capucha negra y ojos amarillos. Se arrastra y flota al mismo tiempo y siento como si la música tétrica nos invadiera precisa con el vaivén de la puerta y el viento.
Quiero hablar, miro a mi compañero pero parece conmovido. Abro la boca, inhalo, la criatura se mueve hacia mí. Se agacha lentamente y me mira fijo, como de ampolleta. Mis vértebras hundidas en el sofá, un grito ahogado y la mano negra, desde el vacío de sus arapos, se levanta con una llave hasta la punta de mi nariz, para luego livianamente estacionarla en el vidrio de la mesa de centro.
Y como un espectro inevitable, una sombra en mi cabaña, la figura se arrastra y flota hasta la puerta, se escabulle por el camino de piedras y desaparece.
La llave la tengo en el bolsillo. No sé para qué es, ni qué abre, pero es mía. Y algun día, la sombra tendrá que volver por ella. O por mí o a traerme el mapa para encontrar su tesoro.

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